hablemos de cuentos de lluvia
y suspiros de aliento
En los diarios de escritura, se propuso prestar atención a los gestos de las personas que nos encontrábamos, a las conductas de la gente en la calle, a los movimientos en sus caras y las expresiones en sus frentes. Eso me dio una idea, y quise buscar ilustraciones y escribir cuentos. Estos son mis cuentos de lluvia, y lo que cada uno piensa mientras tratan de abrir sus paraguas o se paran del lado menos mojado de la vereda.
1. Valentina, y la lluvia de mediodÃa
Llegaba tarde, tarde, tarde. Muy tarde, demasiado tarde. Y a Valentina no le importaba.
HabÃa perdido sus auriculares (probablemente entre el lÃo de ropa en su habitación y el apuro de salir de un departamento que ya no parecÃa tan suyo) y el subte habÃa cerrado las puertas cuando estaba distraÃda guardando su billetera (seguramente en un intento de no perder la cuarta SUBE del mes). El café se le habÃa enfriado a la mañana, y hacÃan por lo menos cinco grados menos de los que decÃa la aplicación del clima. Su migraña empeoraba segundo por segundo, acompañada por bocinazos impacientes, semáforos que parecÃan siempre estar en verde, y charcos de agua más profundos de lo que uno espera. Pero, conductores enojados y luces rojas y lagunas de lado, Valentina se sentÃa lo más viva que se habÃa sentido en mucho, mucho, mucho tiempo.
Mirando para los dos lados de la calle, se fijó que no viniera nadie, y se bajó el barbijo. Inhaló. Exhaló. Inhaló una vez más. Y se largó a llorar.
Era 23 de mayo de 2020, y Valentina no inhalaba y exhalaba e inhalaba una vez más afuera de su departamento hace casi dos meses. Encerrada con una madre hipocondrÃaca y un abuelo con diabetes, no pisaba suelo fuera de su edificio desde el comienzo de la cuarentena, una realidad tan lejana como irreal, una fecha tan cercana pero eterna. Valentina trabajaba, de ocho y media de la mañana a cinco y media de la tarde, frente a una computadora de esas antiguas que habÃan firmado su carta de suicidio más o menos en 2013, en un escritorio que temblaba cada vez que movÃa el codo y con una máquina de café de regalo de bodas de su mamá que al parecer tenÃa algo contra servir café caliente. Puesto en corto: Valentina estaba harta. Puesto en no corto: Valentina estaba deprimida, alejada de sus amigos, en un trabajo del que pensaba renunciar el mismo dÃa que anunciaron la cuarentena, compartiendo hogar con un abuelo con una tendencia a gritar por todo y una maña por aparecer en toalla en el fondo de las reuniones. Valentina estaba encerrada, no sólo en un departamento sino también dentro de sà misma; encerrando sus propios gritos, encerrando su propio estrés, encerrando esos sentimientos que sólo una lluvia en pleno mayo y semáforos que nunca se ponen en rojo y charcos hondos pueden hacer florecer.
Y se suponÃa que iba al Vea de la esquina por queso untable para esconder las pastillas del gato (sólo se las comÃa asÃ) y una Schweppes para su abuelo (sólo leÃa el diario con un vaso en la mano), pero en vez volvió a inhalar, volvió a exhalar, y siguió llorando.
Siguió llorando por todas esas lágrimas que no lloró, por todos los momentos en los que se las aguantó, por todo el tiempo en el que las escondió. Siguió llorando por todas las vidas perdidas, porque seguro que al gato no le quedaban muchos años de vida, porque se acordó de un video de un león reencontrándose con sus crÃas. Siguió llorando, por todo y por nada. Por ella y por nadie. Siguió llorando, y en el medio del llanto, la lluvia barrió las lágrimas y los sollozos se hicieron risas. Dejó de llorar, inhaló, exhaló, y siguió riendo.
Por fin estaba afuera. Por fin sentÃa la lluvia. Por fin veÃa un poquito de luz, un poquito de esperanza, un poquito de fe. Por fin el semáforo se ponÃa en rojo. Por fin veÃa a otras personas con las que no compartÃa sangre. Por fin iba a poder comprar el queso untable que a ella le gusta, no el sabor cuatro quesos ni el sabor panceta. Por fin habÃa otras personas bajando el paraguas, otras personas disfrutando de ese mediodÃa más frÃo de lo que habÃan predicho, otras personas parando en la calle y sintiendo la lluvia. Por fin, se daba cuenta de que no estaba sola.
La lista del súper se repetÃa solita en su cabeza: pan lactal (¿serÃa blanco o integral?), pilas (¿eran de las triple A o de las doble A?), arroz (de la caja roja, no la amarilla, porque esa no le gusta a su hermanita), acondicionador... seguro se olvidaba de algo. Siempre se olvida de algo.
VolvÃa de violÃn, como todos los martes, escuchando rock nacional, como de costumbre después de estar en presencia de música clásica por mucho tiempo. Y la lluvia normalmente no le gustaba. Pero, justo ese dÃa, le encantaba. Estaba enamorada.
¡Avena, de eso se olvidaba! De la tradicional, no de la instantánea.
Se distrajo con una bicicleta amarilla, y se puso a pensar en esa foto de su mamá después de casarse, esa foto en Bariloche con la bici roja.
¿En qué estaba pensando?
A Franco siempre le habÃa encantado el cielo. Celeste, anaranjado, rosa, no importa—todo le encantaba. La primera vez que vio llorar al cielo, le recuerda a veces su abuela, se puso a llorar con él. Y desde entonces también le encanta la lluvia, porque el cielo también merece sentir, el cielo también merece desahogarse, el cielo también merece estar acompañado.
Al cielo le encanta Franco. Leyendo, estudiando, comiendo, no cambia nada—le encantaba en todas sus acciones, en todas sus posturas. Franco lo acompaña, lo admira, lo observa como pocos, no lo toma por sentado. De vez en cuando, lloran juntos. De vez en cuando, brillan de la mano.
Matilda está convencida de que es la mejor amante que la lluvia podrÃa tener. Cuando llueve, llovizna o tornado, se sienta en una esquina y observa cómo el agua levanta sus espÃritus, cómo las gotas bailan alrededor de los árboles, cómo sus macetas nadan en la ducha. Cuando era más chiquita y menos sabia, Matilda pensaba que la lluvia eran lágrimas. Ahora que es menos torpe y más grande, piensa que la lluvia es vida.
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