diario de escritura: junio

 

  • Tomás estaba lejos. Tan solito, tan solitario, tan lejano que se sentía como un extranjero en su propio cuerpo. Cuando pasaba por un espejo, no veía los mismos ojos brillantes que le solían devolver la mirada, ni el gesto levemente torcido de la sonrisa que había heredado de su mamá. No veía más sus mejillas rojas después de volver de una caminata en el bosque (porque ya no salía de la cama) ni veía su boca moviéndose mientras entonaba el coro de su canción favorita (porque ya no cantaba). Tomás se estaba desvaneciendo, se estaba alejando de sí mismo. A veces sentía que podía ver toda su vida adelante suyo, y no le gustaba lo que veía. Otras veces sentía que podía moverse, que podía levantarse, que podía hacerse unas tostadas y pasear entre los árboles y cantar esa canción que tenía pegada en la cabeza hace días—pero nunca lo hacía. Tomás estaba lejos, en un estado perpetuo de disociación con su propio ser, y ninguna taza de café podía despertarlo. Algunos días, cuando dejaba de llorar y su cabeza se sentía más encendida, se acordaba de cuánto le gustaba hablarle al espejo, sacarse las mantas de encima y salir de la cama; esos días, casi siempre cuando llovía, Tomás encontraba la fuerza por diez segundos para arrastrarse al patio y dejar que las gotas caigan en su cara. Esos días, recordaba cuando el cielo era el que lloraba.

  • Aclaración para la consigna de la esquina del barrio: A finales de mayo, me mudé de Capital Federal (del departamento del que hablé en mi diario de mayo) a la casa de mi familia en Neuquén, donde vivía antes de empezar la facultad. Esta mudanza, decidida por miedos a quedarme encerrada en fase uno en un lugar donde estoy sola, dificulta esta consigna, y quería aclarar eso antes de seguir adelante con este diario.


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