ENSAYO SOBRE LA DISTANCIA: los sueños de fiorella (y de la mujer)

 Los Sueños de Fiorella

(y de la mujer)

 

A Fiorella siempre le había gustado soñar en colores. Le gustaba correr libre en su cabeza bajo el sol anaranjado, bailar entre los sauces verdes sin pensar en las reglas del ballet, cantar bajo el cielo azul riendo e imaginando un mundo más colorido. Y estaba segura de que siempre soñaría con arco iris, coloreando sus fantasías y creando sus propios colores—pero, poco a poco, Fiorella se fue olvidando del verde, del azul, y de lo feliz que la hacía el naranja del sol, y empezó a pensar que tal vez su paleta estaba ya demasiado mojada como para mezclar rojo y amarillo ahora que la lluvia parecía no parar.

Fiorella fue creciendo, y se fue perdiendo. Se fue perdiendo en los “no podés hacer eso”, en los “bajá de tu nube, eso es para chicos, no va a pasar”,  en los “¿segura que querés eso?”. Perdió sus colores (algunos) bajo la autoridad del mismo discurso de siempre: “Esta chica sí que está loca, y esa locura la va a arruinar”. Y, a veces, Fiorella se pregunta, ¿cómo fue que le arrebataron sus sueños? ¿O en realidad fue que ella solita los abandonó? ¿Cómo los sueños de siempre ahora aparentan estar mucho más lejos, tan lejos que parecen más una utopía que una posibilidad? ¿En qué momento, exactamente, dejó de soñar?

Pero Fiorella sabe que no es tan simple (o, por lo menos, se dará cuenta). Y lo sabe porque no está solita, porque habla con las otras soñadoras con las que creció, con las otras soñadoras que ya se olvidaron de sus sueños. Habla con ellas, con todas, y sabe que esto es más grande que ella sola: porque la distancia entre una mujer y sus sueños no suele ser algo que ella elige, sino algo que le fue impuesto. Algunas tenemos suerte (y en serio es de las suertes más privilegiadas, aunque debería ser un derecho) de que nos enseñan a volar desde chiquitas—pero, para la mayoría, esas alas nunca llegan a salir. Y, si florecen, se las cortan. La sociedad nos ha desensibilizado a nuestros propios sueños, nos ha hecho creer que solitas los dejamos de lado, que solitas se nos ocurrió conformarnos. Pero las duras herramientas de la sociedad patriarcal son capaces de crear dislocaciones injustas que aparecen como pequeñas roturas en la ambición de la mujer, la misma mujer a la que se le enseña a culparse a sí misma. ¿Cómo, se preguntarán las Fiorellas del mundo, es que la colectividad social implanta estos muros en nuestras cabezas? ¿Y cómo es que estos muros, en realidad invisibles al ojo pero imposibles de ignorar para la mente, todavía no han sido derribados?

Arranquemos de a poco. Como las ciencias antropológicas conceden hace años, uno de los instrumentos ideológicos más poderosos en toda sociedad es aquél que tiene que ver con la educación, la cual se desarrolla dentro de cierto contexto sociocultural específico que provoca que aliente ciertas actitudes y desmoralice otras. En los lugares en los que la educación escolar es tanto un derecho como una obligación (y he aquí mi sesgo propio por el “privilegio” de nunca haber dudado mi lugar en un aula), los cerebros y valores moldeables de los alumnos se encuentran en un estado más que frágil ante las declaraciones de las autoridades. Cambiamos nuestras opiniones y nos alejamos de nuestros sueños al estar expuestas a un sistema que contradice nuestra ambición, y de repente se nos pasa por alto que esas voces que tan mal nos caen alteraron nuestra propia visión. Cuando Fiorella se acuerda de que le dijeron que bailaba bonito, pero que nunca iba a estar en Broadway, recuerda al compañero que la quería molestar y las ganas de cerrarle la boca, pero no se acuerda tanto de que el siguiente martes faltó a danza porque “no tenía ganas”.  Este fenómeno sociocultural de “de repente, me rindo, y no sé muy bien por qué” está impregnado por las condiciones simbólicas que agenda el patriarcado en contra de las mujeres desde que aprenden a escuchar—muchas veces imperceptibles, muchas veces devastadoras. En las palabras de la filósofa argentina Silvina Álvarez, “la forma en que se nos educa y socializa condiciona las opciones que vemos como posibles para nosotras”. Se nos enseña a creer, poquito a poquito, que nuestro lugar no está en soñar, que nuestro lugar está en sostener a los que sueñan. “El patriarcado,” dice la escritora Tamara Tenenbaum en su libro El Fin del Amor: Querer y Coger, “no se mete solamente con nuestras conductas; se mete también con nuestros deseos, con nuestros sueños y con nuestras aspiraciones”. Es decir, la sociedad tradicional machista nos ciega a la paleta de colores de Fiorella, y en vez nos ofrece cuatro o cinco opciones rígidamente formuladas para que creamos que la elección es libre, que la elección es buena—quiere que nos confundamos, que esas cinco opciones sean vistas como el privilegio, no como la barrera.

En la educación escolar y universitaria, es imprescindible analizar el rol de los docentes en la formación desigual de aspiraciones futuras de los estudiantes. Durante mi último año de secundario, me tocó tener un profesor de física del que no me puedo olvidar. Yo, nunca fanática de las ciencias exactas, no le prestaba mucha atención a sus métodos, pero sí observaba el comportamiento de mis compañeras amantes de la ciencia alrededor de él—y, al parecer, era la única que lo hacía, porque creo que él jamás se enteró que había mujeres en su clase; sus enseñanzas no iban hacia las curiosas con las manos levantadas. Él nunca pretendió alejarse de los tres o cuatro varones interesados en aprender si la velocidad de la gravedad es igual a la velocidad de la luz (o algo así, quién sabe, definitivamente no yo). Me acuerdo de cómo mi amiga (abanderada del colegio, que había ido a un campamento de ciencias en sus vacaciones) lloraba de enojo un día, porque tenía un diez, igual que todas, pero no había aprendido nada. No había aprendido nada, y al año siguiente tuvo que tener apoyo extra en la facultad, porque Federico (Fede para los chicos, profe para las chicas) no la había preparado como habían prometido en la escuela, no le había enseñado lo suficiente como para sentirse cómoda en su decisión de estudiar por su cuenta. Ya estaba acostumbrada a estar sola, pero no debería tener que estarlo. Para mi amiga y para mis compañeros, las condiciones simbólicas de índole educativo a las que se aferraba el profesor eran sumamente diferentes, ajenas al avance de las mujeres en la ciencia, ajenas a la decencia en la docencia. Por circunstancias de género, por circunstancias de sexismo, quién sabe si me hubiera gustado la materia de física con otro profesor. Con una profesora, capaz. Tal vez me hubiese encantado, tal vez la hubiese odiado de la misma manera—lo importante es tener la posibilidad de elección, los medios para poder acercarnos a algo que nos puede asustar y gustar al mismo tiempo. Pero, en vez, estamos lejos desde el comienzo. Desde antes de conocer a Federico, con los estereotipos patriarcales de la superioridad masculina en las ciencias, y desde antes de nacer, con las grandes científicas siendo excluidas de sus propios logros (de sus propios sueños), sólo por no encajar en los casilleros normativos del hombre inteligente. Y tuve que ver a mis propias Fiorellas rendirse, tuve que ver cómo a mi amiga amante de la ciencia se le fue apagando poquito a poquito la luz de emoción al entrar al aula, cómo se le fueron disipando las ganas de aprender una materia que, por más que amase, no fue construida pensando en ella.

Pero no se trata sólo de la educación escolar. En tanto la escolarización es imprescindible al explicar la formación del cerebro y la conformación ideológica valorativa del humano, la educación en la familia y la vida diaria es igual (sino es que más) esencial de analizar. Y aquí es donde es cuestión de suerte, cuestión de privilegio; porque, mientras que a Fiorella la anotaron en ballet de chiquita y a mí me dejaban intentar todo lo que me propusiera, la mayoría no es tan suertuda—aunque, reitero, aspiro a un mundo en el que dicha “suerte” no sea más suerte, que sea derecho, que sea obligación. Porque aquí yace la problemática confusa de “¿cuál sueño es el tuyo, Fiorella?”, y “¿estás segura de que eso es lo que querés?”—yo, más bien, te pregunto a vos, Fiorella, ¿estás segura de que eso es lo que vos querés? ¿Estás segura de que no es lo que quieren para vos? Porque, como explica la periodista y escritora española Rosa Montero, “hasta hace nada, hasta hace apenas un par de décadas, el mayor problema de la mujer occidental consistía en no saber vivir para su propio deseo: siempre vivía para el deseo de los demás, de los padres, de los novios, de los maridos, de los hijos, como si sus aspiraciones personales fueran secundarias, improcedentes y defectuosas”. Y, así, no es muy complicado ver cómo nos confundimos nuestros sueños con los sueños que quieren que tengamos; nos enseñan a no tener ambición, a que eso es cosa de hombre, y nos chocamos con barreras que no entendemos porque se supone que no queremos esto, y se supone que yo quiero otra cosa… ¿no? Desarrollamos de esta manera una relación desordenada con nuestros sueños y ambiciones, y “es muy difícil seguir adelante, aunque tengas una vocación, aunque estés convencida de tu valía, porque todo el entorno te está repitiendo una y otra vez que [sos] una intrusa, que no vales lo suficiente, que no tienes el derecho de estar ahí, junto a los varones”.

Hay algo que vengo repitiendo a lo largo de todo este ensayo: el “privilegio” de soñar, de pertenecer a un aula, de pensar por nosotras mismas, de imaginar un futuro que nos guste—es un “privilegio”, justamente en entre comillas, porque realmente no lo es: es un derecho que todas las mujeres tenemos (o, por lo menos, deberíamos tener), sólo que no todas pueden ejercer. Es un privilegio porque existe en pocas de nosotras de forma excepcional, porque no todas pueden tener el “lujo” de soñar, porque salirse de las normas patriarcales no sólo es un peligro para muchas sino que también es algo distante para la mayoría. Es, como dice Tenenbaum, “un privilegio de quienes acceden a recursos políticos, económicos y sociales que les permiten pensar que otros sueños son realmente posibles para ellas y que no les están vedados”. Fiorella y yo podemos perfectamente cuestionarnos la distancia que ha construido nuestro entorno sociocultural con los sueños de nuestros pasados, porque Fiorella quizá quiso estudiar ingeniería y la dudaron, pero no se lo prohibieron, y yo quise un autito a control remoto cuando era chiquita, y me lo dieron. Podemos medir la distancia que divide lo que queremos y lo que quieren que queramos, porque vivimos en un entorno que nos juzga y nos aleja de nuestros sueños, pero por lo menos aprendimos a tenerlos.

Y lo cierto es que Fiorella puede volver a colorear. Fiorella todavía puede correr bajo el sol naranja y perderse entre los árboles verdes y sentirse libre bajo el cielo azul. Fiorella todavía puede darse cuenta de que no se trata de culpar a la mujer, quien ha sido criada para ver límites y jaulas donde no las hay, quien ha aprendido a seguir ciegamente las paredes que la tradición patriarcal ha construido bruscamente frente a sus sueños. Fiorella se dará cuenta, hoy o mañana, que hemos sido educadas por un sistema social que se cree capaz de regir quién puede soñar y quién no, el mismo que nos ha enseñado que nuestra fe no es nuestra, que nuestra fe debe ser accesorio dirigido hacia los sueños de los demás.

Para Fiorella, es cuestión de abrir los ojos. Es cuestión de darse cuenta que, para crear naranja de nuevo, sólo tiene que alejarse de la lluvia y dejar la paleta secar. Es cuestión de derribar los muros que ni siquiera existen en otro lado más que en la costumbre. Se trata de dar un paso adelante, y uno más, y otro más—de seguir caminando, de empezar a correr, de no parar de soñar. Se trata de dejar crecer las alas, que nadie nos las corte, de llegar tan alto que podamos ver a Fiorella bailar en Broadway y a mi amiga siendo la mejor profesora de física y a los miles y miles de sueños que sin querer se han alejado de sus dueñas.

Entonces, Fiorella, abrí los ojos y pensá, “sí, eso lo puedo hacer”. Dejá de lado el “¿segura que querés eso?”, pisoteá los “eso no es para vos”, mirate al espejo y pensá: “Esta chica sí que sabe soñar. Y lo va a lograr.” Porque vos no dejaste de soñar, y a tus sueños no los abandonaste: los mandaron a volar—pero eso no significa que no tengas las alas para buscarlos, y hacerlos temblar.




Bibliografía:

  • Álvarez, Silvina (2012): “La autonomía personal de las mujeres. Una aproximación a la autonomía relacional y la construcción de las opciones”, publicado en el marco del seminario de la Facultad de Derecho de la Universidad de Palermo, disponible en <palermo.edu/derecho/pdf/La-autonomia-de-las-mujeres.pdf>.
  • Montero, Rosa (2014): “La ridícula idea de no volver a verte”, publicado por la editorial Seix Barral. Barcelona, España.
  • Tenenbaum, Tamara (2019): “El fin del amor: querer y coger”, publicado por la Editorial Ariel. Buenos Aires, Argentina.



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